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Primas cupcake capítulo 6

Publicado el 22 de enero del 2024

Capítulo seis

Sorpresa de arándanos


La puerta mosquitera se cerró fuertemente tras ellas luego de que Willow y Delia agarraran tres baldes blancos y se dirigieran hacia el jardín vecino. La tía Deenie estaba haciendo estiramientos en el césped, sus brillantes zapatos de correr azules eran difíciles de no ver en aquella soleada mañana. El verano pasado ella siempre iba a correr con el tío Devlan, pero Willow notó que hoy no. El abuelo las saludo desde el otro lado del pórtico, donde estaba jugando damas chinas con Dulce William.

—¿Qué le dijo el abejorro a la flor? —le preguntó el abuelo—. ¡Buenos días, dulzura!

Dulce William chilló riéndose. Luego de tantos años dirigiendo una floristería en Chicago, el abuelo tenía un interminable suministro de chistes florales. Y Dulce William nunca se cansaba de escucharlos.

Bernice soltó un gentil ladrido, su propia versión de buenos días, y luego volvió a mirar el interior del cubo rojo de Dulce William. Willow se preguntó si había ranas en él, ranas que planeaba traer de vuelta con él a Chicago.

—¿Debería venir Dulce William con nosotras? —preguntó Delia—, ¿cómo dijo tu mamá?

Willow volvió la cabeza para estudiar sobre su hombro a su hermano, al abuelo y al tablero de juego.

—Nop, está ocupado —decidió, colocándose nuevamente su sombrero de ala—. Luego vendremos por él.

Las primas caminaron a lo largo de la cerca blanca, buscando la puerta. Flores con aroma dulce —Willow creía que debían ser madreselva— las seguían, sus enredaderas estaban entrelazadas entre las tablas de la vieja cerca. El pasto en el lado del señor Henry era exuberante y verde como una alfombra, tan suave que Willow no pudo resistir el impulso de quitarse sus chanclas y caminar descalza. Sin embargo, cuando pisaron el jardín del otro lado, fue obvio lo diferentes que eran las dos propiedades. El pasto crecía amontonado, y todo el jardín estaba lleno de arbustos y enredaderas que se extendían descuidadamente. Parecía salvaje y algo peligroso.

—Este lugar me da escalofríos —dijo Delia, estremeciéndose—, ¿estás segura que Cat se refería a este lugar?

—Bastante segura —dijo Willow. Y señaló una lechuza parada sobre el enorme anuncio de SE VENDE cerca de la desarreglada entrada para autos. Los ojos de la lechuza las observaban sin pestañear.

Cat les había explicado que los arbustos de arándanos se encontraban en un matorral al otro lado de la propiedad, donde el jardín terminaba y empezaba la empinada bajada hacia la playa. Así que las chicas caminaron por el borde del terreno, guardando su distancia del inquietante pórtico trasero de la vieja casa.

El pórtico había visto mejores días, eso era seguro. Willow no pudo evitar volverse para mirar la descascarada pintura amarilla y los escalones rotos. Un oxidado letrero, apoyado contra un grueso árbol en el jardín trasero, decía GALERÍA DE ARTE con letras de color azul claro

Willow y Dellia observando las estrellas
Ilustración por Brooke Boynton Hughes

Willow se detuvo repentinamente, haciendo que los baldes se chocaran entre sí.

—Acabo de recordar, Delia. El señor Henry llama a esto el viejo lugar Sutherland. ¿No fue así como nos presentó a Cat ayer? ¿Cómo Catherine Sutherland? ¿Crees que este lugar sea de ella?

—Yo nunca he escuchado que lo llamen de otra forma más que feo —dijo Delia, mirando a su alrededor—. Durante todos los veranos que hemos venido, no hemos conocido a ningún Sutherland. ¿Quiénes son? ¿Y qué hace ella cocinando para el señor Henry si tiene su propia casa al lado?

Willow y Delia siguieron de largo, abriéndose camino entre zarzas y ramas afiladas en busca de los arándanos. Willow se dio cuenta de que no había ninguna escalera de madera que condujera a la playa, como la que había en Pinos susurrantes. Debía haberse podrido hace mucho tiempo.

Se mantuvieron a una distancia segura del borde del acantilado, pero Willow podía escuchar las olas golpear la orilla de abajo. Las primas se detenían de vez en cuando para mirar hacia el oeste, a la infinita agua azul. Willow entrecerró los ojos, intentando ver el bosque de rascacielos de Chicago, alzándose al otro lado del lago Michigan.

Luego de empujar a un lado más zarzas y enredaderas enmarañadas, Willow jadeó.

—¡Mira, Delia! Estos deben ser.

Finalmente se habían topado con los arbustos que Cat prometió. Largas hileras de arándanos crecían salvajes y sin tocar. Parecía que se habían hecho ricas, allí debía haber un millón de bayas esperando ser recogidas. Pero, de pronto, Delia se volvió cautelosa.

—No deberíamos tocarlas —advirtió—, pueden ser venenosas. ¿Qué pasa si no son arándanos en absoluto, sino algo mortal?

Willow metió su mano en los arbustos, examinando más de cerca las bayas.

—¿Venenosas? ¿Qué te enseñaron en el campamento del zoológico? ¿Qué tu no me dijiste esa rima «hojas de tres, no las cojas»

—No tienes que ir al campamento del zoológico para conocer esa rima —contestó Delia, apartándose de los arbustos de bayas—, o para saber que no deberíamos ir por ahí comiendo cosas que encontramos en las hierbas.

Willow no pudo evitar reírse ante las preocupaciones prudentes de Delia. Se metió a la boca un arándano, sonriéndole a su prima mientras masticaba. Delia no parecía divertida.

—Traje conmigo mi kit de primeros auxilios —dijo Delia, cruzando los brazos sobre su pecho—, ayudará si te cortas el dedo, pero no servirá de nada si te envenenas.

Willow comenzó a tirar las bayas al aire y a atraparlas con la boca, como una foca entrenada.

—¡Ta-ran!

—Puedes comportarte de esa manera —dijo Delia, enderezando los hombros y usando nuevamente su clara y tranquila voz de guardia de cruce escolar—, pero yo voy a actuar inteligentemente sobre esto y marcharme de aquí.

Willow se encogió de hombros, intentando verse relajada.

—Vete, si quieres —se burló—, pero tendrás que pasar la espeluznante casa tu sola.

Aquello lo resolvió. Delia se volvió hacia los arbustos, olfateó una baya, y la mordisqueó con vacilación. Pareció aceptar que era la fruta que conocía.

Las chicas se pusieron manos a la obra, y mientras el ardiente sol de agosto caía sobre las dos cabezas ocupadas —una cubierta por un amplio sombrero de ala azul, la otra peinada con dos trenzas—, los baldes comenzaron a llenarse. Tenían técnicas de cosecha muy diferentes. Delia desarrolló un preciso método con una mano para liberar las bayas más gordas, mientras sostenía firmemente con la otra mano el balde. Dijo que los arándanos les recordaban a joyas, aretes que colgaban, hechos de grandes zafiros redondos.

Willow tenía su propia manera de hacerlo. Colocaba el balde entre los arbustos, justo debajo de los grupos más grandes, luego pasaba ambas manos por las bayas y las zafaba de los tallos. Se aseguraba de arrancar solamente las que eran de color azul oscuro y dejaba las bayas que aún estaban verdes. Los arándanos caían al balde con un satisfactorio ruido sordo. Su método era más rápido que el de Delia, pero su balde se volcó dos veces.

—Ey, ¿qué es eso? —dijo Willow. Parecía que ahora era su turno de preocuparse.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Delia, que había desaparecido en medio de un arbusto particularmente espeso.

Willow se quedó tan quieta como un gnomo de jardín.

—Esa cosa que aletea —dijo con la voz goteando de pánico—. ¡Está justo a mi lado! ¿Es un murciélago? ¿Qué si es un murciélago vampiro? ¿Qué si quiere beber mi sangre?

Delia asomó la cabeza. Una figura sobrevolaba el aire en medio de ellas. Entraba y salía a toda velocidad de las áreas de luz solar que atravesaban los árboles. Willow vio los colores, rojo, verde y blanco.

—¡Oh, Willow! —susurró Delia—. No es un murciélago. Quédate completamente quieta para no asustarlos.

Willow dejó salir un gemido.

—¿Asustarlos?

—Son colibríes, debimos sacudir un nido o algo así. ¡Mira que hermosos son!

Cuatro o cinco creaturas pequeñas revoloteaban en el aire. Cuando Willow pudo volver a respirar, se relajó y observó las figuras similares a hadas sobrevolar por aquí y por allá, sobre los arbustos de arándanos.

Willow y Dellia observando las estrellas
Ilustración por Brooke Boynton Hughes

—No tienes que preocuparte por que succionen tu sangre —susurró Delia—. En cambio, tal vez te bañarán con polvo de hadas.

Willow sonrió y se quedó plantada en el lugar. Ambas chicas decidieron entre susurros que realmente les gustaba la naturaleza, siempre y cuando no las mordiera, picara, envenenara o enredara sus cabellos. Willow y Delia pasaron un largo rato allí paradas tan quietas como árboles, embriagándose del mágico mundo que descubrieron.

El viejo lugar Sutherland estaba comenzando a parecer cada vez más menos espeluznante.

—Creo que los colibríes también traen buena suerte —susurró Delia, emocionada—. Lo leí en un libro sobre los indios Zuñi. Creían que los colibríes los ayudaban a superar lo imposible.

Superar lo imposible. A Willow le gustaba como sonaba eso. Aun cuando ella estaba algo confusa sobre los Zuñi, le parecía que los colibríes eran de la suerte. La manera en que podía volar hacia atrás y suspenderse en el aire los hacía especiales, sin mencionar sus plumas brillantes.

Con el tiempo las aves se fueron y los tres baldes se volvieron pesados. Las primas decidieron regresar a Pinos susurrantes, colocando el balde más lleno en medio de ellas para compartir el peso. Pero justo cuando estaban por llegar a la cerca blanca, Willow escuchó un extraño sonido similar a un graznido, y suaves ladridos a la distancia.

—¡Oh, no! ¡Ese debe ser Dulce William!

Corrieron a lo largo de la cerca de madera, intentando no derramar sus preciosos arándanos en el proceso lo mejor que podían, hasta que encontraron la puerta.

—Viene del jardín de verduras, por allá —dijo Delia haciendo un gesto con la cabeza hacia el otro lado de la propiedad.

Colocaron los baldes junto al árbol más cercano. Willow salió corriendo descalza por el pasto mientras Delia chancleteaba tras ella. Cuando llegaron al jardín, rápidamente quedó claro que eran aquellos graznidos.

Allí estaba Dulce William, frente a un ganso canadiense enojado. Willow nunca había visto de cerca uno, y era sorprendentemente grande. Y también peleón, siseaba e intentaba morder a Dulce William, quien se mantenía firme y gruñía como un oso.

Ni el ganso ni el niño parecían listos para retroceder.

Willow y Dellia observando las estrellas
Ilustración por Brooke Boynton Hughes

—¡Has algo, Willow! —le urgió Delia—. ¡Intenta uno de tus movimientos de karate!

Willow no creía poder darle un golpe de karate al ganso, incluso si estaba amenazando a su hermanito.

—¡Vete de aquí, bravucón! —gritó, aleteando con los brazos. Delia se le unió, y ambas parecían un par de aves exóticas enojadas.

Al escucharlas, Dulce William se giró sorprendido. El ganso decidió atacar, mordiéndole el dedo índice de su mano izquierda. Entonces, como sí pensara que Dulce William le regresaría el mordisco, el ganso se alejó volando.

—Todo está bien, Dulce William —lo tranquilizó Willow, jalándolo para abrazarlo. Delia señaló hacia lo que probablemente había causado toda la conmoción. Era un huevo blanco y redondo de ganso, anidado cómodamente en las hojas bajo algunas plantas de brócoli.

—Esa es mamá gansa —le explicó Delia, pasando una mano por los mechones de cabello castaño rizado de Dulce William—, estaba protegiendo a su bebe, como la tía Aggie te protege.

—Y Bernice —resolló Dulce William—. Bernice también me protege. Usualmente.

Willow sintió una punzada de culpa por no haber estado vigilando a su hermanito, pero se le pasó tan rápido como llegó, y pensó en otra cosa; preguntándose a donde se había ido Bernice.

La respuesta llegó en forma de más graznidos. Willow, Delia y Dulce William levantaron la mirada justo para ver a Bernice pasar corriendo al otro lado del jardín, la enojada gansa estaba mordiéndole la cola.

Dulce William se quitó de encima el brazo de Willow y se lanzó entre la telaraña verde de vides de pepino. Desprendió un pepino particularmente largo y lo sacudió como si fuera la espada de un caballero, luego salió corriendo por el jardín para rescatar a Bernice. Delia corrió tras él, solo que ella pasó cuidadosamente a través de los jalapeños. Justo cuando Willow se colocó de pie para seguirlos, algo llamó su atención.

Era el señor Henry, agachado en la sombra junto a algunas matas de tomate en una fila cercana. Estaba quitando unos tomates rojo brillante de una vid y guardándolos sospechosamente bajo su sombrero de paja y en los bolsillos de su camisa.

Willow no pudo evitar preguntarse: ¿por qué si el señor Henry era el dueño de Pinos susurrantes, estaba andando a hurtadillas en su propio jardín?

Debían haber pasado solo diez minutos, aunque Willow sintió que era mucho más tiempo, cuando recogieron los baldes de arándanos del jardín y entraron en la cocina. Por suerte no había ningún ganso a la vista. Y tampoco estaba Cat.

—Vamos a lavar ese dedo —dijo Willow, abanicándose sus mejillas sonrosadas para enfriarse.

—Y no olvides la cola de Bernice —añadió Dulce William.

Delia sacó del bolsillo de su short su kit de primeros auxilios y lo abrió. Colocó los vendajes, gazas y un ungüento viscoso en el mesón frente a ellos, y comenzó a tratar el dedo de su primito.

Una vez terminó con Dulce William, envolvió con cuidado la cola de Bernice. Willow y Dulce William la observaban silenciosamente con asombro y con la boca abierta.

—¡Realmente cargas un kit de primeros auxilios contigo! —exclamó Willow atónita—. Yo todo lo que tengo en mis bolsillos en el centavo de la suerte y un caramelo de menta lleno de pelusa.

—La forma en que cuidaste tan bien de Bernice —susurró Dulce William—, eres como un vegetariano.

—Creo que quieres decir veterinario —dijo Delia con una sonrisa—, y gracias. Soy bastante buena, ¿no?

Willow ayudó a Dulce William a bajarse del taburete de la cocina. Y aunque estaba agradecida por los cuidados de su prima, no podía quitarse la sensación de que todos en su familia parecían tener algo en lo que eran buenos, excepto ella.

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