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Primas cupcake capítulo 1

Publicado el 3 de enero del 2024

Capítulo uno 


En el rosa


Willow frunció el ceño ante el vestido de niña de las flores, como si estuviera creciendo en un campo de hiedra venenosa. Cada vez que lo veía pensaba lo mismo.

Que era rosa.

Que era espantoso.

Que no debería acercarse a su piel.

—Debes estar tan emocionada por la boda de la tía Rosie —dijo su mamá, mientras metía más ropa en la, ya rebosante, maleta.

Willow estaba sentada en la cama de sus padres, en un silencioso combate con el vestido rosa. Atrapada entre partes del enorme equipaje, fulminaba con la mirada el vestido para la boda que estaba extendido sobre la silla frente a ella.

Su brillante vestido rosa chicle le devolvió la fulminante mirada.

—Las vacaciones de este año van a ser tan especiales —continuó su madre, dándole una rápida palmadita en la cabeza a Willow mientras pasaba los trajes de baño de una maleta a la otra—. Puedo sentirlo en mis huesos. Extra especiales.

Willow amaba a su tía Rosie, y amaba sus vacaciones de verano en Michigan, pero la idea de tener que ser la niña de las flores y usar ese espantoso vestido rosa hacía que le saliera una erupción con manchas en la piel.

—Además Delia también se verá tan adorable con su vestido —añadió su madre haciendo una pausa que Willow consideraba algo dramática—. Tan solo pensar en ustedes liderando juntas la procesión por el pasillo… —Su voz se apagó.

Willow se imaginó a su prima Delia usando el mismo vestido vaporoso. Al menos Delia con su cabello negro y piel morena, podía usar el color. En cambio, la ropa rosa en Willow, con su cabello cobrizo y cara pecosa, solo la haría parecer quemada por el sol. E incluso si podían teñir de verde esos vestidos con volantes, nada cambiaria lo infantiles que eran.

Ilustración por Brooke Boynton Hughes

—Unas niñas de preescolar lucirían mejor con esos vestidos de bebe que dos de cuarto grado —Se había quejado Delia cuando hablaron por teléfono.

¿Niñas de las flores de cuarto grado?

Era demasiado para que Willow lo soportara.

Quizás la tía Rosie pensó que los vestidos venían empacados con las pequeñas y lindas bebes de las fotos del catálogo. Ya que la familia de Willow vivía en Chicago y la de Delia en Detroit, la tía Rosie había comprado por sí misma los vestidos, escogiendo de una revisa los trajes de las niñas de las flores sin ver como lucirían en las propias niñas.

—Voy a terminar de empacar —anunció Willow, sintiéndose repentinamente ansiosa por alejarse del vestido. Corrió por el pasillo y pasó sobre el cuerpo de Bernice, la perra boyera de Berna de 53 kilos de la familia, que estaba masticando con delicadeza los cordones de un tenis azul como si estuviera comiendo espagueti—. Puedes ayudarme, Bernice —susurró.

Ilustración por Brooke Boynton Hughes

Willow tiró de su cama una pila de ropa, la cual cayó en su maleta abierta, abriendo espacio para Bernice y el tenis. Sentándose en una almohada junto a ellos, cerró la maleta con un «¡bah!» ¿Por qué no podían Delia y ella ser jóvenes damas de honor y usar vestidos purpura como Violet y Darlene? Sus hermanas solo eran unos años mayores que ellas, pero los demás las trataban como si fueran la gran cosa, mientras que Willow y Delia estaban atascadas con los vestidos de princesa con volantes, zapatos rosa neón que podían ser vistos desde el espacio exterior, y canastas de flores para tirar pétalos de rosa.

—Ah y Willow —llamó su mamá desde el otro lado del pasillo—, tráeme tus zapatillas de ballet rosa y esa adorable canastica de capullos de rosa. Son las ultimas cosas de mi lista para la boda.

La mamá de Willow era una bibliotecaria de escuela, lo que significaba que ella tenía éxito con el orden. Y lo que significaba que nunca estaba sin una lista.

—No quiero refregártelo —dijo Violet riéndose entre dientes. Estaba parada en la puerta y obviamente refregándoselo—, pero tu vestido es tan rosa como la lengua de un perro. Sin ofender a Bernice.

Bernice levantó una peluda oreja negra en dirección a Willow, como si tampoco pudiera creer las cosas que Violet decía últimamente. Entonces, dejando caer el baboso tenis, Bernice lamió la rodilla de Willow, y ambas miraron fijamente a Violet hasta que entendió la indirecta de que se marchara.

—Bueno, ya me voy —anunció Violet, chasqueando su chicle y marchándose por el pasillo para entregarle su vestido a su madre—. Por cierto, apresúrate y termina de empacar, papá ya está cargando el carro.

Willow intentó no concentrarse en la goma de mascar que Violet estaba masticando, pero era difícil de ignorar ese cegador rosa, el mismo color que los vestidos de las niñas de las flores. Delia y ella habían estado peleando con los vestidos desde julio, cuando llegaron por correo.

—De ninguna manera. Nunca. Ah-ah —Habían repetido.

Ya habían considerado colocar los vestidos en la lavadora para encogerlos, así no les quedaría. O dejarlos fuera bajo el caliente sol para que el color se desvaneciera. Incluso planear mandarlos de campamento al zoológico con Delia y dejar que los pingüinos los usaran como nidos.

Pero sus madres les habían dicho lo mismo cada vez: esta es la boda de la tía Rosie, por lo que la tía Rosi es quien manda. Cuando ustedes se casen, niñas, entonces tomaran todas las decisiones.

¿Casarse? Aquella idea le dio nuevamente comezón a Willow.

—Aún estoy esperando, Willow —gritó otra vez su mamá desde su posición junto a las maletas—. Quiero tachar esas cosas de mi lista.

Willow deseó poder darle esa lista a Bernice.

Colocándose sobre su estómago y deslizándose bajo la cama, hasta la esquina más alejada, Willow sacó los zapatos para la boda rosa neón.

—Me rindo con estos —le dijo a Bernice—, pero trazo el límite con esa ridícula cesta.

Willow tiró los zapatos de boda en la cama de su mamá junto al vestido purpura de Violet y bajó la maleta por las escaleras, haciéndola rebotar. Luego recogió las ultimas cosas esenciales que necesitaría en sus vacaciones —su desgastado cuaderno lleno de recetas, su sombrero azul favorito para el sol, y su centavo de la suerte—, y las guardó en su maletín de lunares. Colocándose la correa sobre el hombro, se dirigió con Bernice hacia el carro.

—Ahora devuélvelo —dijo Violet mientras Willow se ubicaba en el asiento de atrás en medio de su hermana y hermano menor, Dulce William—. Dije que podías usar mi medalla por un minuto, y eso es lo que quería decir. ¡Sesenta segundos!

—Cuentas demasiado rápido —se quejó Dulce William, pero finalmente cedió y le devolvió el lazo rojo con blanco y azul a Violet. La medalla de oro, del tamaño de un panqueque, colgó frente al rostro de Willow por unos momentos, mientras pasaba de la rolliza mano de su hermano a la mano esbelta y grácil de su hermana.

—¿Por qué traes tus medallas de natación a la casa de la playa? —preguntó Willow, intentando ocultar su molestia. Había estado esperando entusiasmadamente poder descansar de los últimos triunfos de su hermana.

—Mamá quiere que le muestre a la abuela, al abuelo, y a todos los demás lo que gané este verano —dijo Violet. Luego añadió—. Solo traigo unas pocas, ya que si las trajera todas prácticamente ocuparían toda una maleta.

Willow metió la mano en su maletín y saco su centavo de la suerte. De pronto lucía muy pequeño.

—¿Qué tenes ahí, Willow? —preguntó Dulce William, retorciéndose en su silla de bebé y colocándose el cinturón.

—Se llama un centavo de trigo —dijo Willow—. Lo recogí ayer de la acera cerca del dojo, justo antes de mi clase de karate. Creo que es de mucha suerte.

—¿Un centavo de dulce? —dijo entusiasmadamente su hermano, quien siempre confundía sus palabras—. ¡Tiene mi nombre! ¿Puedo quedármelo?

Trigo, no dulce —dijo Violet con irritación—. Tienes que escuchar mejor, Dulce William.

Ilustración por Brooke Boynton Hughes

Willow pasó el dedo lentamente sobre la cara grabada en la moneda de cobre, para ayudarle a entender.

—Este centavo tiene tallos de trigo en él. Es bastante raro, así que creo que eso también lo hace un objeto de mucha suerte.

El baúl de la furgoneta estaba abierto, y sus padres merodeaban detrás de ellos arreglando las maletas y bolsas plásticas que contenían toda la ropa para la boda. Willow acarició con el pulgar su centavo de la suerte y deseó que durante el viaje de dos horas a Michigan, Bernice le hiciera un enorme agujero a su vestido de niña de las flores.

—Los centavos son básicamente inútiles—declaró Violet, quien al ser una estudiante de sexto grado estaba comenzando la secundaria y por lo tanto siempre estaba corrigiendo a Willow—. Y, por favor, ¿puedes colocarte el cinturón? No podremos irnos a Saugatuck hasta que no lo hayas abrochado.

Saugatuck. Willow miró por la ventana mientras el carro se alejaba de la acera, e imaginó que ya estaban allí, bajo las espesas copas de los árboles, mirando el lago Michigan hacia Chicago. Amaba todo lo que había en ese lugar, incluso le gustaba como sonaba el nombre al pronunciarlo.

SAW-gah-tuck.

La palabra en sí era verano: primos, abuelos, tías y tíos, todos durmiendo juntos en la vieja casa blanca llamada Pinos susurrantes. La habían alquilado durante tantos veranos, que incluso el mismo dueño, Henry Rickles, era como de la familia.

Willow creó en su mente su propia lista de como pasaría la semana con Delia. Recogiendo duraznos en el huerto, haciendo bodyboard en el lago, atrapando luciérnagas bajo la luz de la luna. Y al igual que el verano pasado, harían panqueques todas las mañanas y postres todas las noches. Estaría junto a Delia en la cocina de Pinos susurrantes, el cual seguramente era su lugar favorito. Aunque hornear pasteles en Chicago con su papá, y con las batidoras a la mano, se acercaba bastante al primer lugar.

O quizás era al revés. Willow no lograba decidirse.

—Los pasteles whoopies de ayer estaban buenísimos, Willow —dijo su papá, sonriendo y ajustando el espejo retrovisor para poder verla en el asiento trasero—. El truco para el suero de mantequilla funcionó, ¿no?

—Fue increíble —concordó Willow—. ¿Cómo sabias que mezclar jugo de limón y leche sería algo bueno?

La mamá de Willow dijo que nunca había escuchado que se usara leche cortada en lugar de suero de mantequilla en una receta.

—Por otro lado, tu padre sabría eso. Él es el chef de la familia.

—También Willow —dijo su padre guiñándole el ojo—. Ambos lo somos. A esta altura ella ya sabe tanto como yo.

Willow sonrió, dándole vueltas a esa idea en su mente. Chef Willow Sweeney. Le regresó el guiño a su padre por el espejo, teniendo cuidado de no susurrar las palabras en voz alta. Si lo hacía nunca terminaría de oír los comentarios burlones de Violet.

—Espero que sepa que no hay que volver a añadir extracto de pimienta a los huevos revueltos —anunció Violet, estremeciéndose ante el recuerdo—. Esa fue una dura lección… para todos.

Willow miró por la ventana los carteles que pasaban.

—Nunca sabrás cual será el resultado, hasta que lo intentes —dijo en voz baja.

—Bueno, intenta nuevamente ese pastel amarillo que horneaste la semana pasada. ¿Alguien probó esa cosa? —Violet hizo como si vomitara y dejó caer su cabeza hacia un lado como si estuviera muerta—. ¡Espantoso!

Willow hizo todo lo posible por ignorar a su hermana mayor. Otra vez. Pero últimamente los comentarios de Violet se estaban haciendo más difíciles de ignorar. Willow se escurrió en su asiento, luchando contra el impulso de trepar la silla hasta llegar a la parte de atrás y e irse con Bernice el resto del camino a Saugatuck.

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